Mi buen amigo Bastián Lasierra me envía este texto, leido en su programa «Contando cosicas» de Radio Ebro. Sirva como homenaje a todas esas personas que luchan y trabajan para que la lengua aragonesa no muera, y sea vehículo de comunicación y cultura para cada vez más gente. Es una pena que los del cuatripartito del Estatutico hayan desaprovechado esta oportunidad para reconocer la realidad lingüistica de Aragón.
Yo charro aragonés, por Bastián Lasierra
Sí. Nací con otro idioma en mi boca. Desconocía que fuera el “aragonés”. Pero nació cargada de una diversidad, que permitía expresar sentimientos y nombrar cosas del mundo con conciencia de sentido e identidad.
Mi abuelo Bastián había sido de los tantos maestros republicanos. Un día nos relató a “mía chirmana” y a mí, su experiencia al aprender a escribir. Pero en casa nunca le escuché hablar castellano. Al no escucharse en casa otra lengua, nunca tuve claro que es lo que yo, tan correctamente hablaba.
Fue la escuela la que me rompió todos los esquemas.
En esa escuela del pueblo pasé verdaderos apuros para encajar el hablar cotidiano con las letras del abecedario. Esas letras y sus sonidos no servían para decir algo tan normal como buxo, xordiga o xarticar. El maestro –era nacido en Segovia- entendía la dificultad, pero no podía explicar la paradoja. Dicho deprisa, ni la equis, ni la ese, ni la che españolas servían para resolver la fonética de la equis aragonesa. Un buxo es un buxo y no un “bucso”, un “buso” o un “bucho”. Fue bastantes años después cuando encontré la solución al problema. Los estudios serían la senda por la cual averiguar los entresijos de la fonética, en general, y de la infancia, en particular.
Filólogos comprometidos, facilitaron una vía para reflexionar sobre la lengua aragonesa y, a su manera, completar el universo de lo existente.
Para muchos, para la mayoría de las gentes de los pueblos aquellos trabajos pasaron inadvertidos. Ni la información llegaba ni tampoco contaba demasiado. La conciencia sobre el propio modo de hablar ni existía, ni servía, ni se barruntaba. La lengua vernácula era legal y eruditamente inexistente. O a lo peor, en más de una ocasión, causaba escarnio y mofa por parte de quienes eran capaces de “hablar bien”. Sin embargo, los trabajos de mucha gente han tenido una clara repercusión en el entorno. El momento ha sido mucho más propicio que la época de posguerra.
El sustrato social era distinto. La sociedad de posguerra –considerando como referencia las coordenadas lingüísticas y político-económicas se dividía en dos conjuntos disjuntos e insistentemente separados entre sí.
Los listos, que además sabían hablar, tenían poder, tenían perricas y, si no las tenían, se parecían a los que poseen las claves para controlar el orden social.
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