Entre los artículos de opinión de estos últimos días me ha llamado especialmente la atención este de Carlos Taibo en La República. Rice vino en plan apostol del ultraconservadurismo del gobierno norteamericano, y dando lecciones de derechos humanos, cosa enormemente paradójica al venir de la representante de un gobierno que mantiene en el limbo jurídico a cientos de personas en la base de Guantanamo, que desarrolla una política de conquista contra los países cuya política le desagrada, y que además a nivel interno su legislación ampara la pena de muerte, una de las mayores violaciones contra los derechos humanos y civiles que puede llevar a cabo un estado contra su propia población civil.
Os dejo con el artículo de Taibo.
Carlos Taibo
La República
Releo las crónicas de la visita que Condoleezza Rice realizó a Madrid días atrás. Parece como si a los ojos de muchos la señora Rice hubiese heredado buena parte de las supersticiones que acompañaron en su momento a su antecesor, Colin Powell. De ella se nos ha sugerido que es, como Powell antaño, la cara limpia y tolerante del gobierno norteamericano. Nada parece justificar, sin embargo, semejante intuición: la señora Rice que ha visitado Madrid ha hecho gala de la misma monserga conservadora y arrogante que se revela, día sí y día también, en labios del presidente Bush, lejos siempre de cualquier designio de sopesar con un poco de tino, y un amago de autocrítica, lo que ocurre en el planeta.
Cuentan que a Rice le regalaron, con ocasión de su fugaz paso por Madrid, un mantón de Manila y una selección de la música de Tete Montoliu. Sin que tan hermosos presentes desmerezcan, bien hubiera estado que alguien hubiese obsequiado a la secretaria de Estado norteamericana con un ejemplar de las máximas del duque de La Rochefoucauld. Una de éstas dice que «tan común es ver cambiar los gustos como extraordinario observar que cambian las inclinaciones». Viene a cuento el aforismo porque, por lo que parece, la señora Rice ha tenido a bien recordar a los gobernantes españoles que, siendo España un país que padeció en su momento un régimen autoritario, no es saludable coqueteen con otro de esta misma estirpe cual es el que, a su entender, impera en Cuba. La secretaria de Estado ha olvidado lo que, por cierto, también quieren olvidar muchos de nuestros políticos: el apoyo dispensado durante más de veinte años por Estados Unidos a la dictadura del general Franco. Aunque hay quien agregará, claro, que mayor relieve corresponde a otro olvido: el de las secuelas, hoy visibles, de la política —utilicemos este eufemismo— avalada por la Casa Blanca durante decenios en América Latina. Quiere uno preguntarse, dicho sea de paso, cómo reaccionarían en Estados Unidos los gobernantes del momento, tan propicios a dar lecciones de civismo al presidente venezolano Chávez, si en el cogote sintiesen la presión de un sinfín de medios de comunicación hipercríticos, en su caso entregados, nada menos, a la legitimación de un golpe de Estado. Sorprende, en segundo lugar, que a la señora Rice no le flaqueasen las convicciones —sus palabras, en cualquier caso, eran firmes— cuando procedió a enunciar los que, cabe suponer, se le antojaban ejemplos mayores de agresiones a la democracia en el planeta contemporáneo: Cuba, Birmania y Bielorrusia. Y es que me resisto a creer que la secretaria de Estado norteamericana, otrora profesora de encomiable rigor en sus textos —los leí con profusión cuando, a finales del decenio de 1980, escudriñaban lo que ocurría en una Unión Soviética en crisis terminal—, ignora los ingentes problemas que, en materia de democracia, se revelan, y valgan cuatro botones de muestra entre muchos, en Estados con los cuales la Casa Blanca mantiene amistosas relaciones: Arabia Saudí, Egipto, Pakistán y Guinea Ecuatorial. ¿Alguien piensa en serio, y esquivemos ahora la manida cuestión cubana, que la Bielorrusia de Lukashenko exhibe un registro democrático más endeble que el de la Arabia Saudí de los emires? Por no hablar, bien es cierto, de China, un país que exhibe a los ojos de Washington una condición preocupante, sí, que no nace —dejémoslo claro— de su pésimo registro en materia de derechos humanos, sino, antes bien, de su impulso como potencia emergente que podría poner en un brete la hegemonía norteamericana. ¿No será, como apostilla La Rochefoucauld, que «sólo encontramos buen sentido en aquellos que son de nuestra opinión»?
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