Tengo que retornar al año 1968, para colocaros en esta historia, pues es el año que yo recojo los apuntes que os paso a continuación:
Poco antes de llegar a Candanchú, una vez que habéis rebasado l’ Anglasé -con su herrería destruida por un alud hace muchos años- y Rioseta -con su campamento militar y todas las colinas de alrededor minadas como un fortín-, la carretera cruza el “Puente del Ruso”. Y un poco más arriba, a la derecha aún pueden verse las ruinas de lo que fue la “Caseta del Ruso”.
Deseoso de saber algo del personaje que le dio nombre, pregunté entre los viejos de Canfranc lo que pudieran saber de él. Pocos lo conocieron (murió sobre los años veinte), pero la mayoría oyeron hablar de él a sus padres. Todos están de acuerdo en que era un ruso o un polaco a quien las circunstancias empujaron a España.
Era rubio, fornido, simpático y hablaba haciendo vibrar fuertemente las erres. Su casa siempre estaba abierta a todos, especialmente durante los terribles temporales de nieve que amenazaban con sus aludes –“lurtes” decimos en aragonés- a los caminantes. Cuando arreciaban, el Ruso ni siquiera se conformaba con esperar a los desgraciados sino que, con frecuencia, arriesgando la vida, salía en busca de ellos.
Otros informadores, con mucha más imaginación, hasta inventan una novela sobre el personaje: era siberiano, había huido de las minas de Siberia adonde había ido a parar por un crimen que no cometió. Y eso en seguida se adivinaba al comprobar su carácter pacífico y acogedor, su predisposición a la amistad y su bondad natural.
Otros aseguran que no era ruso, sino centroeuropeo, aunque nadie le oyó utilizar palabras extranjeras, sino aragonesas salpicando con un mediano castellano. En lo que sí hay unanimidad es en asegurar que salvó muchas vidas.
La verdad es que no tenía nada de extranjero aunque su aspecto externo pudiese inducir a esa creencia. Y es que los aragoneses somos tan pánfilos que, para valorar más cualquier cosa, en seguida le tenemos que colgar la etiqueta de foránea. La buena suerte me echó una mano cuando ya desesperaba de enterarme de algo objetivo sobre el Ruso, que por otra parte parecía un tema sugestivo.
Los finales del siglo diecinueve y principios del veinte, destacaron por sus intensas nevadas y bajas temperaturas (no como ahora que te cae un palmo de nieve y detrás viene una llovizna que la derrite toda). La prensa, de entonces es unánime en los comentarios, especialmente cuando cuenta las tragedias, demasiado frecuentes, de las víctimas del frío o de las lurtes.
Manuel Buisán, un abuelico de Plan, más simpático que pa qué, me contaba la historia trágica de nueve niños helados a la vez en el puerto de Gistaín.
Y es que, antiguamente, los padres llevaban a Francia a los críos y crías de diez o doce años en adelante a trabajar. Iban a servir. Para Todos los Santos volvían a buscarlos y generalmente se reunían en el Hospital de Francia. La paga que sacaban de todo un verano era tal vez un saco de sebo.
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