Charrar con los abuelos es guardar cultura
La pregunta que la mayoría de veces se me hace: ¿Cómo sabe tantas cosas de Aragón? Uno no sabe ciertamente nada. Cuando algo cuento, no lo digo yo, si no las personas que me lo contaron. Son preguntas y más preguntas en la calle, en una solana y como yo las llamo, consultas. Pero no las de médicos, que en la calle no están bien vistas. ¡Cuantos médicos nos podrían contar sus experiencias en estas consultas! Muchas de ellas se hacen sin mayor intención, fruto de una preocupación momentánea que se aprovecha el encuentro con el médico. Ellos, claro, como es lógico, no quieren pasar por el aro. Conozco algún caso entre el listillo de turno y el médico chungón:
-Una pregunta, señor medico, ahora que lo veo; cuando está usted tan enfriado como yo, ¿Qué hace?
-Toser.
O como el médico de Labuerda que pronto que los veía llegar, les decía:
-Bien, bien, vamos a ver. Cierre usted los ojos y enséñeme la lengua.
Y cuando los tenía así, se largaba.
Pero me voy del tema y es que un servidor soy adicto a las consultas. No con médicos, claro, sino con los abuelicos.
¡Como ha cambiado todo! Esta frase así de chata y perogrullesca me habría con frecuencia toda una fuente de información. Cuando ves un par de ancianos en un carasol, silenciosos, graves, en actitud de espera (¿espera de quien?), me acerco a ellos sin dudar para darles los buenos días y hacer el comentario meteorológico de turno que es la conversación de los que nada tienen que decir. Les ofrezco un cigarrico, lo encendemos y como quien no quiere la cosa les comento: “¡Como ha cambiado todo!” Y ya está:
-¿Qué si ha cambiado? Mira, en mis tiempos…
Y ya lo difícil es hacerlos callar. Tienen muchas cosas que contar y nadie que les escuche. Y ellos son los que saben.
En nuestros pueblos ya no hay niños. Tampoco hay jóvenes; están en las fábricas de las ciudades. Solo hay viejas y viejos. Ellas en la cocina o con un trapo en la mano dando vueltas por la casa porque “siempre hay algo que hacer”. Ellos, cuando hace sol, arrimados a esa pared que también conocen. Si hace malo, en la mesica de la cocina o sentados en la cadiera.
Con su filosofía. Con su mirada ausente. Como si su atención estuviera hacia dentro, por que hacia fuera nada vale la pena. Sueñan, añoran, recuerdan, esperan (¿esperan qué?) ¡Y que visión más exacta de las cosas! Recuerdo la salida de aquel anciano que llevaba de la mano a su nietico. El niño tiraba del abuelo:
-Corre yayo, que llueve.
-Y para que vas a corres, hijo, si más allá llueve también.
Y con sorna. ¿Hablan en serio o en broma? Como aquella pareja. El uno comentaba mirando las nubes:
-Si el cielo sigue así, mañana tendremos un tiempo u otro…
-¡Hombre!, no quiera Dios.
Y la crítica. Por supuesto mezclada siempre con el sentido del humor. El humor es lo único que no ha abandonado a nuestros pueblos. El día que se nos vaya, ya podemos plegar.
No lo oí yo, no, me lo contaron. Beturian era un mesache de Chistén, formalico y tal. Sobre todo, tal. Aquella noche estaba viendo la televisión en el teleclub del lugar. Era el 20 de junio de 1969 exactamente. Eran los primeros tiempos de la tele en España y, para los lugares que no tenían otra diversión, era fuente de entretenimiento continuo y de continua admiración, como auténtica ventana al mundo. ¡Que de cosas pasaban, y nosotros sin saberlo… ¡)
La gente estaba asombrada, sobre todo aquella noche, y no era para menos. El hombre, por primera vez en su historia, llegaba a la luna.
Allí estaba en la pantalla el vehículo espacial alunizando y Armstrong se daba un paseo sobre la romántica luna, que ahora resultaba demasiado fea.
Todo eran exclamaciones de asombro. Beturian en cambio, miraba la escena con una puntica de ironía. De pronto se levantó de la silla y salió a la calle. Volvió a entrar sonriente (cuando Beturian reía es por que la iba a soltar):
-¿Sabéis lo que os digo? Que nos han engañau. Todo eso es mentira. ¡Que esta noche no hay luna!
Y os dejo lo de “esta noche no hay luna”, porque aunque os parezca una “fateza”, para nuestras gentes era bien cierto. Os contaría que no existe solo una luna… pero es otro tema…
Si me fuera posible el diálogo y tuviera nietos, que no los tengo, les contaría lo que siempre intento explicar.
La cultura de un pueblo no se ha transmitido de padres a hijos sino de abuelos a nietos. Son dos extremos que siempre se han entendido perfectamente.
El abandono de los lugares por la juventud, los pisos pequeños, las residencias de jubilados, han cortado ese hilo de comunicación. Si se tiene la suerte de convivir juntas las dos generaciones, la televisión, actividades preescolares y el actual contorno de la vida, obstaculizan el diálogo.
Hoy, si se puede hablar de dos mundos diferentes. Los mayores, que miran al pasado con nostalgia e intentan adaptarse a los piensos compuestos que engullimos a través de las carnes y pescados, los electrodomésticos, la circulación de las calles, los medios de comunicación… y los pequeños, que confunden el trigo con la cebada, los animales con el circo y viven de cara al mañana adentrados en el consumismo y el confort, con la convicción de saberlo todo y ser ellos únicamente los que han hecho posible el progreso.
Es por esto que quiero resucitar a nuestros antepasados. La historia de Aragón no la hicieron historiadores únicamente, sino también nuestras gentes. Y siempre quiero abrir esta parte de la historia: la tradición. Desde siempre, intento dar vida a nuestro pasado, en la confianza de llegar a conocerlo y entenderlo. Y ojala consiga que lleguemos todos a querer un poco más a esta tierra, después de saber de donde procedemos.
Bastián,
deliciosas las anécdotas. Acertadas, preñadas de sabiduría, tus reflexiones. La verdadera
historia de un pueblo es la historia interna cuyos protagonistas son sus gentes anónimas. La captáis quienes podéis acercaros con amor, con sed, a esos pozos de agua fresca, incontaminada, que son los ancianos de nuestros pueblos, en especial del Pirineo.
Sigfrido