En el año 2000 la editorial Egido abrió una convocatoria a tod@s aquell@s que quisieran colaborar en un libro con textos sobre el agua. Yo participé con esta microhistoria sobre las reflexiones de un habitante de la montaña en sus últimas horas en su pueblo, que está condenado por un macropantano.
«El día anterior a la marcha no quise mirar el río. El trasiego del traslado sirvió de excusa falsa para no asomarme a sus aguas y evitar descubrir un rostro de miedo y desesperación. Cómo habrÌa de sentirse un hombre, cuando ni es dueño de su futuro ni podrá escapar nunca de la condena a estar ausente de su pasado. La noche no fue silente, también el lobo quiso despedirse de sus dominios apagando el murmullo de las aguas. En la cama, mirando al techo, la penumbra proyectó, como si fuera una pantalla de cine, correrias de crío, caras de personas devoradas por el tiempo, vivencias perdidas en el cauce del olvido. El sueño venció al recuerdo. Era la última noche que pasaba en mi casa.
Por la mañana Baldesca estaba nerviosa. Se aseguró que en la furgoneta estuviera todo en su sitio y que no faltase nada, pues, en ese caso no tendría remedio. Yo quise ver la amanecida desde el Cerro de la Puyada, la mejor vista del pueblo. El reflejo oscilante del reloj de la Iglesia, que aumentaba o disminuÌa su tamaño de acuerdo con el movimiento de las aguas me recordó un cuadro de Dalí. El surrealismo era algo muy apropiado para ese sitio y ese momento. De esos pensamientos me distrajo el ruido del todoterreno de la Guardia Civil. Venían a ser notarios del testamento último de un lugar, que se resistía hasta el final a ser devorado por el río amigo que le había permitido vivir durante generaciones en su remanso, que fertilizaba estas viejas tierras. El descenso al caserío fue lento porque quería contemplar por última vez el paisaje testigo de mi vida hasta entonces, y que pronto estaría cubierto de agua.
Salimos de allí a las diez de la mañana. Eramos los últimos.»
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