
Comenzamos con este post una nueva sección en la que hablaremos de las cosas que menos nos han gustado de la semana anterior. Lo que menos nos ha gustado de esta semana, ha sido la declaración de la Conferencia Episcopal con motivo de la beatificación de 498 mártires del siglo XX en España.
En el documento se dice que estas personas fueron asesinadas durante la persecución religiosa de los años treinta del pasado siglo XX. Lo extraño es que todas las personas que denominan como mártires fueron ejecutadas por el bando republicano, sabiendo como sabemos que los rebeldes franquistas asesinaron a un número importante de sacerdotes y a decenas de miles de católicos. Para los muertos de uno de los bandos la Iglesia tiene reconocimiento y homenajes. Para los muertos del otro no tiene ni siquiera una palabra.
En este post vamos a hablar de uno de ellos, José Pascual Duaso, cura de Loscorrales, fusilado por las tropas fascistas. En la zona, cuando preguntas por él a las personas mayores te dicen que lo mataron por comunista y por repartir leche. Fue asesinado en Ayerbe el 22 de diciembre de 1936 a los 56 años de edad. Su memoria no ha sido reivindicado por la iglesia, ni lo será a corto plazo al menos, porque los que lo mataron eran como todos sabemos aliados estratégicos e ideológicos de la iglesia de los años 30 y 40 que amparó y justificó los crimenes de la dictadura. Todos los testimonios que han llegado sobre la personalidad del cura de Loscorrales nos hablan de que era una buena persona, que repartía lo que tenía con los más pobres del pueblo, incluida la leche de su vaca.
Después de repartir sus mantas y ropas de abrigo entre las familias necesitadas y de preparar la Iglesia parroquial para las celebraciones navideñas, José Pascual se dirigía al corral de la parroquia para ordeñar su vaca. A medio camino, lo detuvo un grupo avanzado de franquistas. En menos de media hora, le hicieron un “juicio” sumario. Lo cosieron a balazos, y dejaron su cadáver en una zanja con prohibición expresa de inhumarlo en tierra santa. Era tal la situación de miedo en la época, que pasaron bastantes años hasta que alguien se atrevió a colocar una lápida en su sepultura.
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