Muy interesante y extenso artículo de José Santamarta en World Watch.
Cambio climático: ¿la hora de la verdad?
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José Santamarta
World Watch
Artículo publicado en la revista World Watch nº28
Tras cerca de 20 años de interminables negociaciones internacionales, 4 informes del IPCC, el tortuoso desarrollo del Protocolo de Kioto, la oposición de las presidencias estadounidenses de Bush padre e hijo, la verbosidad de los gobiernos instalados en la inacción y los signos inquietantes del cambio climático, todo parece indicar que nos acercamos al momento de la verdad.
El cambio climático se debe a las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera ocasionadas por el empleo de combustibles fósiles y la deforestación, donde no hay fronteras nacionales. Hoy las concentraciones atmosféricas de dióxido de carbono son las mayores de los últimos 650.000 años. Las actividades humanas (de unos más que de otros) han cambiado la composición química de la atmósfera. Durante decenas de miles de años las concentraciones atmosféricas de dióxido de carbono nunca superaron las 300 partes por millón, pero en 2007 llegamos a 382 partes por millón y a 430 equivalentes, si incluimos el efecto de otros gases de invernadero. Cuando se superen las 550 partes por millón, el cambio climático puede adquirir proporciones catastróficas, un límite que muchos científicos sitúan en las 450 partes por millón. Subsisten, por supuesto, muchas incertidumbres, pero el más elemental principio de precaución nos dice que sabemos lo suficiente para actuar, reduciendo las emisiones y adaptándonos a lo inevitable. Nos quedan menos de 20 años para invertir la tendencia y reformar el modelo energético.
Frenar e invertir tal tendencia implica aumentar la eficiencia, desarrollar las energías renovables, promover el transporte público, descarbonizar paulatinamente nuestro sistema energético y frenar la deforestación, creando nuevas actividades, empresas y empleos. Habrá sectores que ganen, pero también algunos sectores y empresas perderán. El coste será de poco más del 0,1% del PIB mundial, pero sin embargo el coste de la inacción puede llegar al 20% del PIB mundial.
El cambio climático, a causa de las emisiones de gases de efecto invernadero, tras el cuarto informe del IPCC, es una realidad aceptada por toda la comunidad científica, e incluso por los responsables políticos, al menos sobre el papel. Cierto que aún quedan algunos “disidentes”, siempre a sueldo de las empresas que se verán perjudicadas por las medidas que habrá que adoptar, pero la resistencia es cada vez menor y hoy no pasa de anécdotas, al menos frontalmente. La verdadera resistencia probablemente provenga de quienes quieren perpetuar el sistema actual y un modelo ambiental y socialmente insostenible, promoviendo la energía nuclear, las arenas alquitranadas, la oriemulsión, los hidratos de metano y otros hidrocarburos no convencionales, los llamados biocombustibles (que deberían denominarse agrocombustibles) y la captación y almacenamiento de dióxido de carbono, que permitirían continuar con un empleo creciente y amplificado de carbón, petróleo, gas natural y otros combustibles fósiles no convencionales. Es decir, seguir aumentando el consumo de energía y perpetuar un modelo de transporte basado en el automóvil privado, con pequeños cambios que no tocan la raíz de la insostenibilidad y de la inequidad social.
Pero este aparente consenso sobre la gravedad del cambio climático y la necesidad de actuar no siempre ha sido así, y volverá a suceder una y otra vez en el futuro. Cada vez que ha surgido la preocupación sobre algún problema ambiental, las multinacionales responsables y sus representantes políticos conservadores, jaleados por numerosos medios de comunicación, se han lanzado a una campaña de intoxicación. En 1962 el libro de Rachel Carson Primavera silenciosa dio el primer aviso de que ciertos productos químicos artificiales se habían difundido por todo el planeta, contaminando prácticamente a todos los seres vivos hasta en las tierras vírgenes más remotas. Aquel libro, que marcó un hito y contribuyó a alumbrar el movimiento ecologista, presentó pruebas del impacto que dichas sustancias sintéticas tenían sobre las aves y demás fauna silvestre, además de los seres humanos. La respuesta de la industria fue inmediata, y la multinacional Monsanto lanzó un folleto titulado Cállese, señora Carson. Aún hoy, las medidas adoptadas para poner coto a la industria química son radicalmente insuficientes, incluso en Europa (el Reach, con todas sus insuficiencias, es la clara manifestación del poder de presión de las multinacionales), aunque ya todos los países han prohibido el DDT y otros plaguicidas organoclorados, pero lo que se hace es siempre tarde, poco y mal.
La industria del tabaco durante décadas negó la relación con el cáncer, y se opuso a la adopción del Principio de Precaución, o cualquier medida encaminada a reducir el pernicioso hábito, que tantos beneficios les ha proporcionado, a costa de nuestra salud. Situación parecida se dio o se da con la industria nuclear, el amianto, el PVC, los cultivos transgénicos, la sobreexplotación pesquera, los monocultivos forestales, o el urbanismo disperso y depredador del territorio.
En 1975 se relaciona la destrucción de la capa de ozono con los CFC, y la reacción de la industria química y los gobiernos, sobre todo la administración Reagan en EE UU, es la usual: primero se niega el problema, luego se ridiculiza o se minimiza, y sólo se acaban aceptando las medidas necesarias cuando el problema es acuciante y más que evidente, el daño ya es considerable y la presión vence cualquier resistencia. Las mismas empresas multinacionales que crean el problema, primero se resisten y sólo ceden cuando otean nuevos negocios, sustituyendo los productos que han creado por otros, en teoría menos dañinos, como los sustitutos de los CFC.
Con el cambio climático el problema es infinitamente mayor que con los CFC, el DDT o los transgénicos, porque afecta al núcleo del sistema económico, a la energía que mueve toda la actividad económica y que ocasiona las emisiones que contribuyen al cambio climático, un consumo energético que en un 80% procede de combustibles fósiles, cuya comercialización controlan unas pocas multinacionales y que permiten que Estados Unidos, con el 4,7% de la población mundial, emita el 25% del CO2, el principal gas de efecto invernadero.
El negacionismo se bate en retirada
Estados Unidos, sus multinacionales, sus grupos de presión y su clase política no están dispuestos, por ahora, a adoptar medidas adecuadas a su responsabilidad histórica en las emisiones que están ocasionando el cambio climático, lo que crea un grave problema, no sólo ambiental, sino también ético y de responsabilidad hacia quienes más sufrirán el cambio climático: los pobres de la Tierra y las generaciones futuras. Un amplio conglomerado bien lubricado de “científicos”, comunicadores y empresas de relaciones públicas se encarga de realizar una permanente labor de intoxicación de la ciudadanía, para proteger los intereses de las empresas responsables de la degradación ambiental, y en torno al “negacionismo” se ha creado toda una próspera industria de relaciones públicas y cabildeo (“lobby”).
En España se sumó tímidamente al negacionismo el líder de la oposición, el señor Rajoy, poniendo en aprietos a su primo, y jaleado por Esperanza Aguirre, Ana Botella y Telemadrid, pero a los pocos días tuvieron que rectificar e incluso propusieron una Ley de Cambio Climático en el programa electoral aprobado pocas semanas después. Hoy el negacionismo se reduce a unos pocos medios de prensa de la ultraderecha y a algún comunicador estrambótico y bien remunerado estilo Toharia. Puro folklore.
La preocupación sobre el calentamiento global debido a las emisiones humanas de dióxido de carbono y otros gases de invernadero, como el metano y el óxido nitroso, se remonta a 1896, año en que el científico sueco Svante Arrhenius lo formuló por primera vez. Cuando Arrhenius publica su primer cálculo sobre el calentamiento global debido a las emisiones de CO2, el nivel de CO2 en la atmósfera ascendía a 290 partes por millón (ppm). La ciencia sobre el cambio climático avanzó lentamente a lo largo del siglo XX, y en 1988, año en que la Conferencia de Toronto pide una reducción del 20% de las emisiones para 2005 respecto a los niveles de 1988, era ya muy evidente la gravedad del problema. Los hitos posteriores los conocemos: en 1992 se aprueba en Río el Convenio Marco sobre el Cambio Climático, y en 1997 el Protocolo de Kioto. Pero hasta el momento los traslados en avión de los miles de delegados, funcionarios y periodistas de un punto a otro del planeta no han justificado las emisiones y el coste de tanto viaje en la era de las videoconferencias e Internet.
¿Quién y porqué se oponen? Se oponen las multinacionales del petróleo y del automóvil, las empresas del carbón y Australia (el mayor exportador de carbón), algunos países de la OPEP como Arabia Saudí y, sobre todo, Estados Unidos, primero con Bush padre y sobre todo con Bush hijo, aunque la presidencia de Clinton (y su vicepresidente Al Gore, el de hacer lo que yo digo, no lo que yo hago) tampoco fue muy activa que digamos, logró reducir los objetivos de reducción de emisiones de los países industrializados del Protocolo de Kioto, impuso el mercado de emisiones heredero de los implantados por la EPA para el dióxido de azufre en EE UU, aunque al menos no mantuvo la retórica ultrareaccionaria de los republicanos. El núcleo que financió las campañas de intoxicación fue la llamada Global Climate Coalition, además de otros institutos ligados al núcleo duro de multinacionales como Exxon, y con estrechas relaciones con la política estadounidense, y muy especialmente el Partido Republicano.
Pero dentro de unos meses probablemente habrá una nueva presidenta, y tras el huracán Katrina y los signos cada vez más inquietantes, Estados Unidos deberá empezar a actuar, por la presión de su ciudadanía. En Australia la victoria de los laboristas, que promueven la ratificación del Protocolo de Kioto, muestra el aislamiento de Estados Unidos. También asistimos al desarrollo de las energías renovables y otras tecnologías, y al surgimiento de un sector empresarial que tiene mucho que ganar con políticas más activas para descarbonizar el sistema energético.
Para hacer una tortilla hay que romper algún huevo
La clase política no quiere afrontar la impopularidad de no actuar frente al cambio climático, con la excepción de Bush en sus ya últimos meses de la peor presidencia desde la independencia de EE UU, pero prefiere instalarse en la palabrería, para ocultar la inacción. Porque lo cierto es que las políticas reales no reflejan los discursos oficiales. Al Gore es el modelo, con su política real en toda la negociación que llevó al Protocolo de Kioto cuando realmente podía hacer algo más que dar conferencias, que es de lo que viven los expresidentes y exvicepresidentes, o con sus viajes en jet privado, hasta para visitas turísticas, mientras predica a otros que reduzcan sus emisiones. Para predicar hay que dar ejemplo, y eso es algo más que plantar unos arbolitos para intentar compensar unas emisiones injustificables.
Cuando los gobernantes introduzcan una nueva fiscalidad sobre los combustibles fósiles, o subasten los derechos de emisión en vez de otorgarlos gratuitamente, ganarán en credibilidad. Mientras, mejor juzgarles por lo que hacen, y no por lo que dicen, utilizando indicadores objetivos, como la evolución de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero. Actuar para frenar el cambio climático tiene su coste, un coste político y social, y también electoral (ahí duele) pues implica encarecer la gasolina, el gasóleo, el keroseno (y los billetes aéreos), el gas natural y las tarifas eléctricas, internalizando sus externalidades. Igualmente supone reducir drásticamente el consumo de carbón. ¿Pero qué político está dispuesto a afrontar el coste de medidas probablemente muy impopulares, o explicarlas adecuadamente y buscar el consenso para aplicarlas? ¿Qué tendrá que pasar para que pasen a la acción? ¿Cuántas alarmas tienen que sonar, cuántos Katrina?
El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas ya dio todas las alarmas, con toda la precaución y el consenso necesario de más de un centenar de países, y sus predicciones dejan pocas dudas. La subida de temperatura se situará a finales de este siglo entre 1,8 y 4 grados, aunque podría llegar a ser de hasta 6,4 grados. Durante los últimos 100 años, la Tierra se ha calentado en un promedio de 0,74ºC. El calentamiento de la última mitad del siglo es inusual por lo menos en comparación con los últimos 1.300 años. Para las próximas dos décadas se espera que la tasa de calentamiento sea de 0,2ºC por década. Once de los últimos doce años (1995-2006) están entre los doce más cálidos desde que existen registros de la superficie terrestre (desde 1850). La temperatura ha subido más en el hemisferio norte, más en invierno que en verano, más de noche que de día y especialmente en el Ártico, que se calienta a una velocidad que dobla la del resto del planeta.
El mar aumenta de volumen por la expansión térmica, su nivel ha subido 3,1 milímetros al año desde 1993 y subirá entre 18 y 59 centímetros a lo largo de este siglo. El hielo ártico en verano se ha reducido un 10% cada década desde que en 1978 comenzaron los registros por satélite. Los glaciares de los Alpes, Pirineos, África, Himalaya y Suramérica se reducen por momentos, amenazando el suministro de agua, por no hablar de los elitistas deportes de invierno. Los glaciares de los Alpes han perdido ya un tercio de su superficie y la mitad de su volumen, y las famosas nieves del Kilimanjaro, al ritmo actual, desaparecerán en 2025. La posible contribución del deshielo de Groenlandia podría ser de varios metros, y en la Península Antártica se han perdido 20.000 kilómetros cuadrados de hielo.
Las plantas florecen antes, las aves no necesitan emigrar en invierno a latitudes más cálidas, cada año las nieves tardan más en llegar, cubren menos superficie y se funden antes, aumentan las olas de calor, en muchas zonas aumentan las precipitaciones mientras en otras, como el Sahel, Australia y la zona mediterránea sucede lo contrario y las sequías se acentúan, los corales se blanquean y mueren a causa del aumento de las temperaturas, y por doquier se suceden los signos de que algo sucede, y el 90% de los cambios observados en más de 29.000 series de datos de todo el mundo de 75 estudios son consistentes con el cambio climático. El 30% de las especies podrían extinguirse, aumentarán las sequías y las inundaciones, y las consecuencias podrían ser severas en la agricultura, el turismo, la salud, la industria de seguros y en el litoral, donde se concentran muchas de las mayores ciudades.
El Cuarto Informe de Evaluación (AR4, en sus siglas en inglés) consta de tres bloques más el Informe de Síntesis. La Parte I es la contribución del Grupo de Trabajo I, se refiere a las bases científicas del cambio climático y fue aprobada en febrero de 2007 en París. La Parte II, contribución del Grupo de Trabajo II, trata de los impactos y la adaptación, y se aprobó en abril de 2007 en Bruselas. La Parte III, del Grupo de Trabajo III, sobre la mitigación, se aprobó en mayo en Bangkok. El Informe de Síntesis, aprobado en Valencia en noviembre, se presentó en la Conferencia de las Partes nº 13, que se celebró en Bali del 3 al 17 de diciembre de 2007.
Desde que entró en vigor el Convenio Marco sobre Cambio Climático (CMCC), el IPCC es la institución científica y técnica que colabora y apoya a los Órganos Subsidiarios del Convenio. El IPCC desarrolla sus actividades a través de sus Grupos de Trabajo, que están dedicados cada uno de ellos a tratar diferentes aspectos del cambio climático. El Grupo de Trabajo I se encarga de los aspectos científicos, el Grupo de Trabajo II analiza la vulnerabilidad de los sistemas naturales y sociales ante el cambio climático y sus posibles estrategias de adaptación, y el Grupo de Trabajo III aborda la mitigación del cambio climático, como las opciones de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Además, hay un grupo dedicado a los Inventarios de Gases de Efecto Invernadero. Desde su creación, el IPCC ha preparado cuatro grandes informes de evaluación.
El efecto invernadero
La Tierra recibe radiación solar de onda corta, una parte de la cual es reflejada y otra alcanza la superficie, donde se convierte en calor (radiación de onda larga), que calienta la superficie y evapora el agua, manteniendo el ciclo hidrológico. La radiación de onda larga escapa a la atmósfera, donde una parte es absorbida por los gases de efecto invernadero, que la reemiten a la Tierra. Sin el efecto invernadero, la vida sería imposible tal y como la conocemos, pues la temperatura media sería de 18ºC bajo cero, en lugar de los 15ºC. Pero demasiado de algo bueno acaba por ser malo.
El aumento de la concentración de los gases de efecto invernadero aumenta la temperatura y provoca cambios en el clima. Las concentraciones de dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero en la atmósfera tras el vapor de agua, han aumentado desde 280 partes por millón hacia 1750, al inicio de la revolución industrial, a 382 partes por millón en 2007. El dióxido de carbono aporta un 53% del forzamiento radiativo desde la Revolución Industrial, y su vida atmosférica media, en función del complejo ciclo del carbono, puede ir de 5 a 200 años, es decir, que parte del CO2 que emitimos cuando se genera electricidad con carbón o el automóvil consume gasolina, seguirá en la atmósfera hasta 2 siglos, atrapando y reenviando la radiación solar de onda larga y contribuyendo al cambio climático.
El segundo gas en importancia es el metano (CH4), que representa el 17% del forzamiento radiativo, y cuyas concentraciones han aumentado de 730 ppb (partes por millardo o mil millones) hacia 1750 a 1.852 ppb en la actualidad, aunque su vida media es de sólo 12 años. Las emisiones se deben a la fermentación entérica del ganado, la gestión del estiércol, los vertederos, las emisiones de la minería del carbón, el petróleo y el gas natural, las aguas residuales y los cultivos de arroz. Una molécula de metano equivale a 23 de CO2.
El tercer gas en importancia es el óxido nitroso (N2O), que aporta el 5% del forzamiento radiativo, y cuyas concentraciones han aumentado de 270 ppb (partes por millardo o mil millones) hacia 1750 a 319 ppb en la actualidad, cuya vida media es de 114 años. Las emisiones se deben a los fertilizantes aplicados a los suelos agrícolas, al sector energético, la industria química, el estiércol y las aguas residuales. Una molécula de óxido nitroso equivale a 296 de CO2.
Otros gases de invernadero son los CFC que destruyen la capa de ozono (ya prohibidos en los países industrializados), sus sustitutos como los carburos hidrofluorados (HFC), los carburos perfluorados (PFC), el hexafluoruro de azufre (SF6), y un contaminante como el ozono troposférico. Las emisiones de gases invernadero deberían reducirse en el 2050 entre un 50% y un 80% con relación a 1990 para que la temperatura no suba más de 2,4 grados y evitar así que se agrave el cambio climático, según el IPCC.
A los factores anteriores hay que añadir los cambios en el albedo, y sobre todo el efecto de los aerosoles, muchos de ellos contaminantes, pero de vida corta, y que provocan el efecto contrario a los gases de invernadero, enmascarando el calentamiento, por lo que la reducción de ciertos contaminantes puede agravar el calentamiento. Igualmente debemos citar el importante papel del vapor del agua, las estelas de los aviones y el llamado oscurecimiento global o reducción de la cantidad de luz solar que alcanza la superficie terrestre, a causa de la emisión de partículas como el negro de carbón (o carbonilla), emitido por centrales térmicas, industrias y vehículos. La reducción ha sido del orden de un 4%, pero se ha frenado durante la pasada década. El oscurecimiento global crea un efecto de enfriamiento que ha podido llevar a subestimar los efectos de los gases de efecto invernadero , enmascarando parcialmente el calentamiento global . Igualmente destacable son las múltiples realimentaciones en una u otra dirección, como los cambios en el albedo por la reducción de las nevadas, el aumento de la cantidad de vapor de agua o la emisión del metano contenido en el permafrost, la capa de hielo permanentemente congelada en los niveles superficiales del suelo de las regiones muy frías como la tundra .
La circulación atmosférica y las corrientes oceánicas distribuyen el calor, y podrían verse alteradas por el cambio climático. En un futuro aún más preocupante es lo que pueda suceder con la cinta transportadora oceánica, o circulación termohalina, el flujo de agua que transporta calor desde el Pacífico y el Índico hasta el Atlántico, donde sigue recibiendo calor en las latitudes tropicales, para acabar hundiéndose en el Atlántico Norte, retornando en niveles más profundos. Algunas corrientes oceánicas se deben a los vientos y a las mareas, pero otras se deben a las diferencias de temperaturas y a las concentraciones de sal. El cambio de las temperaturas y de la salinidad, por la fusión de los glaciares, podrían frenar o incluso eliminar esas corrientes tal y como las conocemos, algo todavía improbable en este siglo, pero que si llega a producirse tendría graves implicaciones sobre el clima, el ciclo del carbono (las aguas frías al hundirse arrastran grandes cantidades de dióxido de carbono), los nutrientes y la pesca. Las temperaturas de Europa, a igual latitud, son de 5ºC a 7ºC más cálidas que las mismas latitudes en el Pacífico.
Causas del cambio climático
Las causas son las emisiones de gases de invernadero ocasionadas por la extracción, producción, transformación, transporte y consumo de los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas natural), el transporte que emplea productos petrolíferos, la deforestación, la agricultura y la ganadería, y determinadas actividades industriales, como la fabricación de cemento.
Tras las emisiones, subyace un problema de equidad social y generacional. Los pobres apenas emiten, pero serán los que más sufran el cambio climático, al igual que las generaciones futuras, que no participan del consumo, pero padecerán las consecuencias, tanto de las emisiones como del agotamiento de recursos. En poco más de un siglo hemos consumido una parte considerable de los combustibles fósiles que la naturaleza tardó millones de años en formar, como hemos destruido los bosques, con la consiguiente pérdida irreversible de miles de especies y la funcionalidad de ecosistemas enteros.
La revolución industrial y el motor de combustión interna mejoraron hasta cotas insospechadas el bienestar material y la movilidad de una parte de la población (de unos más que de otros), pero a costa de alterar la composición química de la atmósfera y de iniciar un cambio en el clima, que sólo se podrá frenar con una profunda revolución en la forma de producir y consumir la energía que mueve la máquina económica.
La sostenibilidad es el único futuro posible, pero para enderezar el rumbo y frenar las emisiones habrá que sustituir sin prisa, pero sin pausa, los combustibles fósiles por energías renovables, a la vez que se mejora la eficiencia energética y, lo más difícil, las pautas de consumo de una parte de la población acostumbrada al despilfarro.
La sostenibilidad es también una ecuación con tres variables: población, consumo por habitante y tecnología. La trampa es hacer sólo hincapié en las tecnologías milagrosas que permitirán mantener y aumentar los insostenibles consumos de los privilegiados, la verdad incómoda de Al Gore y tantos otros, ese factor que se obvia porque los privilegiados no quieren renunciar a viviendas cada vez más grandes, automóviles cada más potentes y vacaciones en las cuatro esquinas del mundo. Consejos dan, que para sí no los tienen. Tampoco se puede obviar la necesidad de acelerar la transición demográfica hacia la estabilización de la población, lo que requiere ineludiblemente repartir de forma más equitativa los recursos y las emisiones.
Las emisiones y el cambio climático son responsabilidad histórica del 15% de la población mundial, de esa parte de la población que en gran parte habita en Estados Unidos, Europa, Japón y Australia, y de las élites de los países del sur. Las emisiones de China e India crecen rápidamente, pero su responsabilidad histórica es mínima, porque hay que relacionar las emisiones con la población, y tener en cuenta las emisiones históricas del último siglo.
Entre 1950 y 2000 Estados Unidos emitió el 27% (con una población que sólo representa el 4,6% del total mundial), Canadá el 2%, Europa Occidental el 24%, la antigua Unión Soviética el 15%, Japón el 5% y Australia y Nueva Zelanda el 1%. Latinoamérica sólo emitió el 4% y África el 2,5%. El resto del mundo, incluidas China e India, emitieron algo menos del 20%. Las emisiones históricas son el factor básico a la hora de repartir responsabilidades y asumir obligaciones, como en parte se tuvo en cuenta en el llamado mandato de Berlín y en el Protocolo de Kioto, al establecer sólo obligaciones de reducción de emisiones en los países industrializados. Cualquier acuerdo potskioto deberá considerar las emisiones históricas, aunque Estados Unidos pretende dejarlas de lado, como quedó reflejado en una resolución del Senado donde literalmente se dice que no harán nada mientras los países pobres no asuman igualmente obligaciones de reducción de emisiones, se supone que en porcentajes parecidos. La disculpa es evitar la fuga de industrias y empleos a los países que, como China, no tienen obligación de reducir sus emisiones en una primera etapa, una especie de dumping del carbono, aunque Estados Unidos emite por habitante seis veces más que China, 10 veces más que Brasil y 20 veces más que India.
El análisis regional es clave, pero cualquier estrategia de reducción debe analizar los sectores que las ocasionan. La producción de electricidad causa el 25%, el transporte por carretera el 12%, la industria el 10%, la agricultura y ganadería el 13%, la deforestación el 18%, los residuos el 4%, los procesos industriales distintos de la combustión como la fabricación de cemento el 3%, el transporte aéreo el 2%, las emisiones fugitivas el 4% y el resto corresponde al consumo doméstico y terciario de energía.
Es relativamente fácil reducir las emisiones de la generación de electricidad (sustituyendo centrales térmicas de carbón por centrales de ciclo combinado de gas natural que emiten la tercera parte por kWh producido, o aún mejor, parques eólicos que no emiten nada), pero es mucho más difícil actuar sobre el transporte. Lo único sensato es reducir la demanda, promover la ciudad densa y con mezcla de actividades, y el cambio modal (desplazamientos en transporte público o ferrocarril en lugar de automóviles o aviones). Ciertas alternativas, como los biocombustibles de primera y segunda generación (agrocombustibles realmente) crean muchos más problemas de los que resuelven, y el hidrógeno tardará mucho antes de que pueda producirse a costes razonables y a partir de las energías renovables. Claro que los biocombustibles permiten mantener un modelo insostenible de transporte en base al automóvil privado, y por eso se promueven, aunque sea a costa de poner en riesgo la seguridad alimentaria, esquilmar los ecosistemas, destruir la biodiversidad y ocupar las tierras necesarias para producir alimentos o destinarlas a otros usos no menos esenciales.
El transporte aéreo en términos porcentuales apenas llega al 2%, pero sus emisiones han crecido un 205% entre 1975 y 2003, y el crecimiento se acelerará en los próximos años, debido en buena parte a las compañías de bajo coste y al abaratamiento de las tarifas, que no reflejan el coste ambiental de sus emisiones de dióxido de carbono, óxidos de nitrógeno y las estelas que dejan, además del ruido y el enorme impacto de los aeropuertos sobre las poblaciones vecinas. De hecho, el keroseno de los vuelos internacionales está exento de impuestos. Las medidas voluntarias de “donar” pequeñas cantidades para plantar árboles que compensen las emisiones sirven de poco, excepto para tranquilizar la mala conciencia de algunos, y lo único razonable es penalizar fiscalmente los desplazamientos en avión y renunciar a todos los trayectos no necesarios en la era de Internet y las videoconferencias.
Consecuencias del cambio climático
En el pasado los cambios del clima se debieron a los ciclos del sol, a los cambios en la órbita de la Tierra o a erupciones volcánicas, factores que siguen presentes, pero por primera vez en la historia de la Tierra las actividades humanas (consumo de combustibles fósiles y deforestación, nuevos productos químicos que destruyen la capa de ozono como los CFC o que son potentes gases de efecto invernadero) son capaces de alterar el clima y de variar la composición química de la atmósfera.
Los signos del cambio climático apenas se han hecho notar, debido al efecto de enfriamiento de otros contaminantes como los aerosoles, pero ya asistimos a los primeros signos, como las olas de calor, la desaparición de numerosos glaciares de montaña y la subida del nivel del mar.
Los ecosistemas, al igual que la agricultura y múltiples actividades, están adaptados a unas determinadas condiciones, fruto de una larga adaptación evolutiva. La subida de las temperaturas, el aumento del nivel mar, la alteración del régimen de lluvias, de humedad y de vientos, en un plazo de tiempo relativamente corto, tendrá graves implicaciones, que apenas estamos empezando a entender. Para intentarlo, los modelos climáticos cada vez son más sofisticados y reconstruyen con mayor precisión lo que pueda suceder, a partir del análisis de los climas del pasado.
En general, lloverá más, pero dónde, es otra cuestión: en ciertas zonas lloverá mucho más y en otras mucho menos. La región mediterránea, incluida España, muy probablemente sufrirá aún mayores sequías, sobre todo en verano. Pero con toda seguridad aumentarán las temperaturas y es probable que se agraven las olas de calor, tan perjudiciales para la salud, como la que afectó a Europa en el verano de 2003. Es probable, aunque hay menos certidumbres, que aumenten los ciclones y huracanes. Las poblaciones pobres, que no tienen ninguna responsabilidad en las emisiones, serán las más afectadas. Bangladesh, donde los ciclones han matado a medio millón de personas desde 1970, y el Sahel, con sus lacerantes hambrunas y una pobreza extrema, son los paradigmas de esta nueva realidad.
El último informe del Grupo Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) vaticina que hay una gran probabilidad de que el calentamiento provoque que hacia 2020 entre 75 y 250 millones de africanos sufran escasez de agua y, en varios países, las cosechas se reducirán un 50%, agravando la crisis alimentaria. En 2080, las tierras áridas y semiáridas en África aumentarán entre un 5 y un 8%.
En Asia en 2050 se reducirá la disponibilidad de agua dulce, especialmente en las cuencas de los grandes ríos. Las pobladas regiones de los deltas de los ríos en el sur, este y sureste asiático, peligrarán por la subida del nivel del mar. Aumentarán las enfermedades asociadas con las inundaciones.
Australia y Nueva Zelanda sufrirán una pérdida significativa de biodiversidad en la Gran Barrera de Coral. Los problemas hídricos empeorarán en el sur y este de Australia y en Nueva Zelanda, afectando a la producción agrícola, ganadera y forestal. Los incendios forestales aumentarán de virulencia, al igual que las sequías cíclicas.
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